…aquella pesada tarde del 20 de febrero de 1849, bajo un confuso cielo de azul añil y tiznadas nubes, se dieron al vuelo decenas de palomas súbitamente despertadas de una apacible siesta por el repentino y escalofriante tañer mortuorio de las campanas de la Catedral de Caracas, y por el cántico austero y retirado de un coro de corte celestial.  Ambos sonidos, juntos, sólo significaban una cosa: a alguien muy importante se le celebraban sus honras fúnebres.

            Tan rápido como volaba aquella sonora combinación, así de rápido aumentaba el número de curiosos que se congregaba a las puertas de aquel sacro y señorial recinto.  No todos los días se prestaban para reunir a tantos.  De la heterogénea masa surgía un murmullo creciente y arrollador que nacía de la curiosidad.

            -¿Quién será? -preguntaba una viejita, cubierta su cabeza con una mantilla.

            ¿Será hombre o mujer? -deseaba saber otra.

            ¿Joven o viejo? -indagaba una tercera-.  Seguramente un rico porque en catedral no entierran a gente pobre, pues…

            -Es una mujer -aseguraban los que algo sabían.

            -Tiene que ser una persona muy especial pues en catedral sólo entierran a gente importante -concluyó uno que aparentaba saber más.

            -Figúrese usted que ahí mismo están los restos del Gran Libertador -comentó otro con nadie en particular.

            -Y los de los obispos de Caracas -añadió todavía otro.

            -Los de los Tovar; los de los Aristequietas, y también los de los Blancos -aportó un distinguido señorón con sombrero de copa.

            -Bueno, vale, también están los de la hermana de Bolívar, doña María Antonia; y los huesos de su sobrina, Juana María ¿no es cierto? -preguntó el que aparentaba saber más, ganándose la afirmación de los que más cerca tenía.

            -Sí…  A al verdad que ahí hay mucha gente importante, pues… -intercaló la tercera de las viejitas, acomodándose casi a empellones entre los que la rodeaban con tal de ganar un mejor puesto de vista.

            Al momento, cesó el tañer mortuorio.  En el aire, las palomas dieron vueltas al campanario hasta que, satisfechas de que aquel horrendo ruido había terminado, se posaron cada una en su nido, acurrucándose al son de sus murmullos para continuar la siesta que les fuera tan abruptamente interrumpida.

            Ciertamente, era el entierro de una persona cuya obra en vida tuvo que haber sido extraordinaria para haberse ganado una fosa en la catedral ¡a la derecha de Simón Bolívar!, comentaba la gente allí reunida.

            Mientras, en el interior de la iglesia permeaba un tétrico ambiente compuesto de poca luz, una pegajosa humedad, el calor que despedían los cirios y el constante olor a incienso.  Las caras sudorosas de los hombres marcaban lo incómodo de aquel ámbito mientras los abanicos de mano de las damas luchaban sin rescoldo contra el pesado aire que se resistía a ser respirado.  A todos sorprendía aquella pesada y lúgubre atmósfera siendo, como era, mediados de febrero.

            Del altar abovedado, y hacia la nave central, rebotaba sobre las gruesas paredes el cántico coral de veinte voces altisonantes, apuntaladas con la monótona cadencia que produce el chasquido metálico del incensario y su larga cadena.  Hacía mucho tiempo desde la última vez que se reunió un coro tan nutrido para celebrar honras fúnebres, continuaba el vulgo comentando.

            Con paso lento pero seguro, el párroco Manuel Pérez y Alpisar rodeó el ataúd que, abierto y adornado con decenas de flores de la época, mostraba los restos de una mujer de edad avanzada.  Ocho largos velones blancos con cabezas de bronce fueron apostados a su alrededor, componiendo una especie de guardia de honor con coronas iluminadas.  Bajo aquella tenue luz, la occisa mostraba un rostro en el que aún se notaba una larga pena y un pesado sufrir que, seguramente, la acompañó hasta el mismo fin.  Aquél era un rostro en el que aún se notaba una piel curtida, más por la vida que por el sol caribeño que le acompañó desde su nacimiento.  Todavía se notaba en aquella faz, quieta y cerosa, el cansancio que produce ser la fuerza que trae cambios y la fatiga que nace de ser el centro de una exigente y ardua lucha.  También en él se notaba un cierto dejo de resignación urdido por la espera de un algo que siempre se deseó, y que nunca llegó.

            -María Mercedes: hoy, al darle santa y cristiana sepultura a tus restos mortales reconocemos lo recto de tu vida y la grandeza de tu espíritu -comenzó diciendo el Padre Manuel, y continuó-:  Reconocemos tu generosidad y tu sacrificio; tu lucha y tu amor por la libertad.  También reconoceos tu amor a Dios y a la Madre Iglesia.  Los que se quedan y te sobreviven -continuó-, lloran hoy por tu partida a mejor vida y para estar junta al Altísimo y Bendito Jesús.  Aquí quedan tus amigos de siempre: el doctor José María Vargas, también don José María Rojas, tu sagrado compadre don José María Ponce y su hija, tu hijastra Soledad; tu siempre fiel servidora doña Josefa Manrique, don Nicomedes Zuluaga y tantos más que, juntos, sufren tu partida.

            -Desde las divinas alturas -continuó el párroco con su responsorio-, míralos llorar la pena que los embarga.  Mira el lugar que ocupas en los corazones de tus amados sobrinos… y así, en paz, tal como luces, seas aceptada en los cielos para ver, en toda su gloria, la faz del Padre Todopoderoso, la de Nuestro Señor Jesucristo, la de María Siempre Virgen y las de los ángeles, custodios de las almas puras.  Amén.

            -Amén -contestó el coro con un cántico alargado y triste mientras que los que allí se habían congregado lo hicieron en voz baja, susurrando.

            Terminadas las oraciones de rigor, el Padre Manuel caminó hacia un lado del altar donde se encontraba, abierta y esperando, la estrecha fosa que hasta hoy guarda los restos mortales de aquella extraordinaria mujer que en vida fuera María de las Mercedes Barbudo y Coronado. Puertorriqueña; nacida en San Juan en 1773, fiel creyente en la lucha por la independencia de su patria y en el sueño bolivariano.  Fallecida en Caracas, Venezuela el 17 de febrero de 1849, víctima, entre otras cosas, de veinticinco años de exilio impuestos por el gobierno español en Puerto Rico…

             Con celoso cuidado, los portadores del ataúd -entre los cuales se encontraba don José Tadeo Monagas, Presidente de la República de Venezuela- lo bajaron hasta el oscuro y húmedo suelo de aquella tumba.  El silencio que reinaba era tal que, al alcanzar la caja mortuoria el frío fondo, se escuchó un sordo retumbe cuyo eco cruzó como una invisible ola de un lado al otro del interior del templo.  Luego, la tumba fue sellada con una pesada plancha de caoba y sobre ésta se colocaron las gruesas losetas de mármol que pasarían a formar parte del brilloso piso del altar principal de aquella majestuosa catedral…                Allí quedó María de las Mercedes.  Todavía hoy espera regresar a su amada patria.




Leave a Reply.